27 de agosto de 2015 – Como un detective literario en “modo Philip Marlowe” de Triste, solitario y final, Mario Maure trajo en su columna de Despacito y por las piedras al escritor Osvaldo Soriano, autor de novelas como No habrá más penas ni olvido y Cuarteles de invierno, de las más leídas y arraigadas en el sentir popular. “Siempre fue un extraño”, explicó el columnista acerca del rechazo que su obra tuvo de la crítica y del establishment cultural, anudando en su biografía su crecer desterrado y su exilio maduro. Último entre una estirpe de escritores profesionales, el marplatense desarrolló su narrativa a partir del periodismo, trascendió al cine, fue traducido a decenas de idiomas e interpretó al país y su época con personajes entrañables que como él, entre la derrota y el resistir, “trataron de comprender y se hicieron cargo de su tiempo”.
Esta vez no hubo “esquema elemental”, “guía” o “mapa” sobre el cual Los libros de la buena memoria desplegados por Mario Maure, pudieran apoyarse en el aire vivo de la radio. Urgencias de entre semana pero sobre todo -acaso- el fracaso anticipado de encasillar la obra del escritor y periodista marplatense Osvaldo Soriano en cualquiera de los corsets literarios que en vida y póstumamente intentaron reducirlo -vanamente-, hicieron que el abordaje de “El Gordo” haya sido, casi exclusivamente, en directo, con algunos breves diálogos telefónicos previos entre la producción y el columnista. En esas charlas hubo resabios de sus Llamadas Internacionales, célebres contratapas que Soriano escribió para Página 12 entre 1991 y 1995 y nos hicieron “llorar de risa”, según tituló Juan Forn al prólogo de la edición completa de dichas columnas en 2007, a diez años de la muerte del escritor y a veinte de la creación del transgresor diario del cual fue fundador y colaborador hasta su fallecimiento.
Las llamadas eran entre el oficioso periodista Soriano y el Créase o no, diario sensacionalista de París, con el cual el personaje mantenía una ardua labor como corresponsal “tercermundero”, en pleno menemismo entreguista, desmantelador e impune, festejado por la farándula y exportado como ejemplo al exterior. Esos supuestos envíos crónicos y mal pagos se desprendían de hilarantes diálogos con tiras y aflojes, de malentendidos y malintencionadas interpretaciones; y permean la destreza de sus dos oficios: el de escritor a caballo del de periodista, editorializando sobre la banalización y la “bananización” de un país -como en su novela A sus plantas rendido un león, de 1986- cuyo “intelectual a lo André Malraux” -por ejemplo- era Gerardo Sofovich.
Más allá de algunas de sus novelas, el de la escritura de Soriano en los ‘90 -los artículos para Página 12, pero también las recopilaciones y reediciones de sus primeros trabajos y de sus cuentos de fútbol- es el universo compartido inmediato de sus lecturas, por eso surgió en las “llamadas locales” que Mario recordara haberlo leído de primera mano en los tempranos ‘80, entre otras publicaciones en Humor Registrado. En tanto, sus novelas, leídas ávidamente y “en clave pesimista”, eran “best sellers” y algunas de las películas basadas en ellas se convertirían en clásicos del cine nacional.
“Bien” -pensamos entonces-, “nos falta un lector suyo de los años ‘70”, pero no lo buscamos. Simplemente decidimos arremangamos tal cual lo haría él frente a una hoja en blanco y salimos así, sin “mapa”, ni “guía”, ni “esquema elemental”, como muchos de sus perdedores personajes al andar, como muchos de ellos que son él, a pesar de haber vendido libros a rolete, a un puro horizonte lleno de pasado y de preguntas, a la vez inmenso y opresivo, como la eterna huida patagónica de Una sombra ya pronto serás (1990). Ese paisaje, esa interna desolación, esa risotada, esa su contemplación y transmisión, siempre “triste, de alguna forma”.
El Negro del País
En nombre de “El Gordo”, Mario dedicó la columna “a las víctimas de la Masacre de Trelew”, por la cercanía geográfica y el interés que mostraba por la joven militancia y el compromiso de varios de sus compañeros y compañeras de redacciones; “a los noctámbulos, porque son extranjeros en su propia casa”, algo que surcó su vida y lo asentó como escritor; “y a todos aquellos que aman a los gatos”, como él, para siempre esperando que alguno prefiera la redondez de su panza para que le ronronee la llegada del diablo con una máquina de escribir.
Por cuestiones laborales, la familia de Soriano -que era de Mar del Plata- deambuló por Tandil y distintos pueblos del sur bonaerense y de la Patagonia durante su niñez y adolescencia. Ese nomadismo, más la panorámica desolación de los pueblos perdidos por la llanura y el viento -con una vuelta de tuerca reflejada en Una sombra ya pronto serás-, hicieron que siempre viviera con “la sensación de ser un extraño en su propia tierra”: llegó de grande a Buenos Aires -a la cual abrazó sin ser “un porteño”-, se abrió paso a puro oficio por las redacciones de Panorama, Confirmado, El Cronista y finalmente ingresó a La Opinión, donde efímeramente fue “la promesa” de Jacobo Timerman, especialmente por sus crónicas sobre El caso Robledo Puch.
Para la época también escribió crónicas y semblanzas que son de lo mejor del género, como Elección de Perón y asesinato de Rucci, DE LA EUFORIA AL TERROR; Obdulio Varela, EL REPOSO DEL CENTROJÁS; y José María Gatica, UN ODIO QUE NO CONVIENE OLVIDAR, luego recogidas en Artistas, locos y criminales (1984). Mario insiste con que a pesar de que su nombre ya era reconocido, “siempre fue un extraño y eso le sirvió para hacer una poética del espacio en su narrativa: recuperó la idea del pueblo para desarrollar sus tipos, sus personajes, siempre más manejables en espacios más chicos”, a la manera que ya lo hacían Rulfo, Onetti y García Márquez en el sur de América, o Faulkner en el norte.
Antes de partir al exilio publica en 1973 Triste, solitario y final, “un libro de la decadencia” que rezuma “cierto existencialismo” pero que, fundamentalmente, “planteó al cine como un espacio de ficción donde es posible escapar”, de la misma forma que lo hizo Juan Carlos Onetti en La vida breve con “Un dios cinematográfico”, abriendo “ese espacio que es el pueblo de Santa Marta -como también lo hizo Scott Fitzgerald, otro autor estadounidense que, aventuramos, posiblemente haya sido secretamente visitado por los rioplatenses, con su póstumo El crack-up-, en la saga de Marlowe, Laurel y Hardy “el cine es un espacio donde la realidad y la ficción tiene sus idas y vueltas”. Como sucedería a partir de pocos años después con la filmación de sus novelas, con desparejos resultados entre las adaptaciones y relanzamientos de No habrá más penas ni olvido (de 1983 y publicada en 1978), Cuarteles de invierno (de 1984 y publicada en 1980) y Una sombra ya pronto serás (1994).
Mario Maure sobre Osvaldo Soriano, Los libros de la buena memoria, Despacito y por las piedras, 22 de agosto de 2015.
Contador de patos
La crítica fue pertinaz con cada uno de sus libros, se le señalaba que caricaturizaba a sus personajes y simplificaba demasiado, es decir, lo que tantas veces se le achacó a Roberto Arlt -únicos escritores capaces de poner a la literatura en el plano diario de la lectura-, de “escribir fácil”. O sea, con Soriano se reactualiza lo que los círculos letrados consideran “el no saber escribir”: un estilo llano, preciso y contundente sobre los hechos, con matices de la crueldad y la ternura cotidianas, en claves del lenguaje y la acción que ocurre en las calles. A ese “no saber escribir”, Soriano lo salva desde el propio puente que él se tiende desde el periodismo, imponiendo un estilo con un concepto “utilitario” del oficio.
Tampoco lo ayudó ser “el último coletazo del boom”, en cuanto al fenómeno masivo de lectores en buena parte del mundo. Sucesivas “intelligentzias” culturales lo castigaron, primero bajo una falsa dicotomía entre calidad literaria y éxito según el mercado editorial, luego bajo la lupa académica que lo tildó de superficial y resentido porque contaba “historias de perdedores”. Mario afirma que el considerarlo “literatura menor” estriba en una doble incomprensión: primero la de los intelectuales y escritores de la generación del ‘50 acerca del significado profundo como motor de la historia que tenía el movimiento peronista -o al menos no como “el horror” que vino a mancharles todo de grasa-; y luego sobre él, sobre Soriano, quien a pesar de no ser peronista -o justamente, por no serlo-, trascendió “el pesimismo ante lo incomprendido”, lo asió y lo recompuso hacia lo popular, con mucha ternura en medio de un núcleo verdaderamente trágico.
Soriano sí pregunta sobre el peronismo y la resistencia en evocaciones de su niñez, sobre la juventud maravillosa y la lucha armada mientras él aporreaba teclados. “Lo ideológico” suda en sus novelas, da vueltas en sus películas, a pesar de que en su jodido exilio el peronismo siguió pareciéndole un inaprensible desvelo de la patria, mientras discutía con su amigo Osvaldo Bayer y cuidaba patos en una fuente de alguna ciudad europea.
Castrar por procuración
Con la democracia siguió volviendo el mismo Soriano de siempre, tratando de hacer malabares entre la lectura post-Malvinas, la salida del terror -“La salita”, podría titular un continuador suyo- y las incipientes desilusiones del gobierno electo, con A sus plantas rendido un león. Luego el neoliberalismo brutal, la despolitización y los oscuros años ‘90. No se quedó quieto, siguió publicando, volvió a romper el molde en el periodismo siendo uno de los fundadores dePágina 12 y se mantuvo hasta el final como “alguien que se hace cargo de su tiempo”. Apenas bastan unos fragmentos de su histórica contratapa del 24 de marzo de 1996 para confirmarlo y seguir leyéndolo. Ávidamente:
La dictadura ha significado, para mí, el mal absoluto. No me salen matices para explicarla. Quiero decir, asimilo a aquellos militares con el régimen nazi y eso me impide comprender las razones de los que trabajaron de cerca o de lejos para ella, de los que colaboraron e incluso de quienes fueron actores pasivos pero conscientes. No les creo una palabra a los que dicen aún hoy “yo no sabía lo que pasaba”. Me es imposible perdonar aquel “por algo será”, el “somos derechos y humanos”. Me siguen pareciendo inexcusables las conversaciones y los toqueteos con el poder. Los almuerzos de intelectuales con Videla. La estrategia de la reverencia, el codazo y la palmada. Era mejor estar equivocado contra la dictadura que tener razón obedeciéndola.
Nosotros, los de antes, ya no somos los mismos. Miramos con recelo, intentamos entender este fin de siglo, pero nada podrá hacernos olvidar, perdonar. Me acuerdo bien: volví por unos días a Buenos Aires, estaba viviendo en casa de Tito Cossa y Marta Degrazia, nos acogía Rafael Perrota en el viejo diario El Cronista, que había sido más o menos socializado y en esos días secuestraron a Haroldo Conti, el autor de Sudeste, una de las grandes novelas argentinas. Me viene a la memoria la cara de Videla, aplaudido en cines y estadios. La pesada ausencia de Conti, de Paco Urondo, Vicky Walsh, caída en combate pocos meses antes que su padre. Yo estaba vagamente enamorado de Vicky aunque ella no lo supiera.
De modo que no puedo escribir sin odio. Mataron a treinta mil jóvenes y a algunos viejos, guerrilleros o no. Destruyeron la educación, los sindicatos combativos, la cultura, la salud, la ciencia, la conciencia. Desterraron la solidaridad, el barrio, la noche populosa. Prohibieron a Einstein y a Gardel. Abrieron autopistas y llenaron de cadáveres los cimientos del país; dejaron una sociedad calada por el terror que en estos días asoma en el juicio de Catamarca. Somos al mismo tiempo el testigo que se desdice y la valiente monja Pelloni. Somos el juez iracundo, el abogado gordo y el tipo al que retaron por estar con las manos en los bolsillos. ¿Acaso no fue la dictadura, su largo brazo estirado a través del tiempo, la que mató a María Soledad? ¿No es el Proceso que sigue asesinando pibes, asustando, castrando por procuración?
Portada: Soriano y sus amigos Klein, Iachetti y Righetti esperando el colectivo en Neuquén (h. 1958). Fotografía de César Iachetti.